En 1968, cuando dos atletas estadounidenses decidieron hacer un movimiento negro -con el puño en alto- al recibir sus medallas, fueron expulsados de los Juegos Mexicanos. A su regreso a su tierra natal, estaban condenados a quedar expuestos en un país que se encontraba en una encrucijada como sociedad.
En los últimos días hemos visto cómo los responsables de desmantelar la defensa de los derechos humanos en nuestro país acudieron a las redes sociales para celebrar los premios de Rebeca Andrade y Pia Souza, sin mencionar las violaciones que cometieron.
Hipocresía olímpica también de muchos otros que celebran la medalla de Brasil y, al mismo tiempo, se quejan de firmar las tarjetas de visita de millones de hermanas, primas y compañeras de Rebeca y Pía. O aquellos que luchan contra las cuotas raciales con el argumento de que no son racistas y no han esclavizado a la gente.
Mientras Brasil está deslumbrado por los logros de estas niñas y parte de la sociedad las utiliza como una especie de camuflaje para la democracia racista, un relator de las Naciones Unidas viaja esta semana por Brasil para investigar el racismo sistémico en el país. Su informe promete pintar un duro panorama de un país cruel, racista, xenófobo e injusto.
Un país que ve desafiados a sus niñas negras todos los días de sus vidas. Son las que más mueren durante el parto, tienen menos posibilidades de llegar a los cinco años, son las más afectadas por el desempleo, son las que más sufren al ir a la escuela y son las que ven la alta tasa de asesinatos de mujeres.
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